El club de los ilustres, de Rodolfo Santullo (guión) y Guilermo Hansz (arte) admite varias lecturas. Para empezar tenemos una historia de aventuras cargada de humor, en la que los diálogos de Santullo y los dibujos de Hansz parecen perfectamente amalgamados. El estilo de Hansz, por supuesto, favorece esta lectura, desde algunas de sus influencias más reconocibles –entre ellas el belga Peyo (Los Pitufos, Johan y Pirluit) y el catalán Francisco Ibáñez (Mortadelo y Filemón).
La trama está instalada en una historia alternativa de Uruguay, en la que José Pedro Varela no murió en 1879 y vivió al menos hasta 1899 para integrar –junto a Horacio Quiroga, Delmira Agustini y Aparicio Saravia– una suerte de fuerza de elite (“Los Ilustres”, aunque, en rigor, esa designación no aparece en la ficción) armada para detener a Máximo Santos, que intenta regresar al gobierno por la fuerza sirviéndose de una poderosa embarcación de guerra (un “fabuloso barco fluvial”, al decir de Philip José Farmer en su célebre saga El mundo del río). Para detener el barco de Máximo Santos, Los Ilustres cuentan con la asistencia de Vaz Ferreira, quien –al mejor estilo Q, de las ficciones de James Bond– pone en sus manos un aparato volador tomado de los diseños de Leonardo DaVinci.
Este breve resumen argumental habilita el pasaje a otro nivel de lectura, esta vez desde la ciencia ficción. La novela gráfica de Santullo y Hansz, entonces, puede leerse desde las coordenadas de varios subgéneros derivados del cyberpunk, en particular el steampunk,basado en la construcción de una tecnología derivada de las máquinas de vapor de la primera mitad del siglo XIX. En El club de los ilustres encontramos guiños a ese subgénero, por ejemplo el gigantesco barco de Máximo Santos, pero también –más adelante en la historia– aparece una suerte de mecha o robot de combate eminentemente steampunk. El mismo proceso de extrapolación tecnológica basado en la maquinaria de vapor aparece, desplazado hacia los diseños de DaVinci, en la máquina voladora inventada por Vaz Ferreira, que podría pensarse como un guiño a otro subgénero reciente de la ciencia ficción, el clockpunk, también extrapolación de tecnologías premodernas pero, en este caso, mediante una estética de engranajes y relojería que suele evocar el Renacimiento (en las novelas de la serie Whitechapel Gods, de S.M.Peters, por ejemplo).
En rigor, el antecedente más claro de El club de los ilustres es la serie de historietas The league of extraordinary gentlemen (La liga extraordinaria es la traducción más frecuente al castellano, derivada de la película de 2003 que intentó adaptar el primer libro de la saga), escrita por Alan Moore e ilustrada por Kevin O’neill, en la que la consigna, más que movilizar personajes históricos como hace Santullo, es crear un espacio narrativo en el que pueden convivir personajes de ficción de todas las épocas, desde las novelas de Edgar Rice Burroughs (especialmente las de la serie de Marte, protagonizadas por John Carter) y Ridder Haggard (Las minas del Rey Salomón, por ejemplo) hasta J.K.Rowling, pasando por H.G.Wells, H.P.Lovecraft, Bram Stoker, Virginia Woolf, C.S.Lewis, George Orwell y John Wyndham. Así, en el primer volumen encontramos a Mina Harker (de Dracula), el Capitán Nemo (de 20.000 leguas de viaje submarino), Allan Quatermain (de Las minas del Rey Salomón), el Dr.Jekyll (de El extraño caso del Dr.Jekyll y el señor Hyde), entre otros (incluyendo a Fu Manchú, el hombre invisible, el profesor Moriarty y el Hombre Invisible). En los primeros dos volúmenes de La liga, Moore hace un uso bastante notorio de la estética steampunk, lo cual permite trazar otra línea de parecido con El club de los ilustres.
También desde la ciencia ficción es evidente que El club… no es una ucronía; es decir, al no ofrecer los hechos ficticios como “derivados” de un cambio concreto en la historia que conocemos (lo que ha sido llamado un “punto Jonbar” o “punto de inflexión”) y, por tanto, al no haber un énfasis en una suerte de “explicación” de la naturaleza histórica de ese mundo alternativo, la trama queda instalada en un espacio diferente, cuyas reglas tienen más que ver con una anacronía deliberada o con una especulación libre en base a algunas premisas históricas.
Una tercera línea de lectura de El club de los ilustres la pone en relación con el recienteboom del comic histórico en Uruguay. No es difícil, de hecho, argumentar que ese auge de las historietas con temática histórica fue de alguna manera impulsado por trabajos de Santullo, en particular Los últimos días del Graf Spee y Acto de Guerra (ambos proyectos financiados por los Fondos Concursables del MEC e ilustrados por Matías Bergara); es interesante entonces que, pasados ya cuatro años desde la publicación de Los últimos días…, Santullo publique una historieta que aborda la historia desde una perspectiva completamente diferente, ya sea humorística, paródica o subordinada a las pautas de cierta ciencia ficción. Se trata, por supuesto, de un abordaje notoriamente más libre –que no teme a desacralizar ciertas figuras; por ejemplo en la memorable aparición de José Batlle y Ordoñez en plan Bud Spencer, hacia la página 27), que se traduce en la evidente fluidez y agilidad del libro. El club de los ilustres, entonces, se lee en un suspiro y deja al lector con una sonrisa; servirá, además, como revelación del talento de Guillermo Hansz, que hace aquí su –auspicioso– debut en el mundo del cómic.
Ramiro Sanchiz
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